Haffner sobre Hitler

Haffner sobre Hitler
Sigfrido Samet Letichevsky
Sobre el libro de Sebastián Haffner (1907-1999),
Anotaciones sobre Hitler,
Galaxia Gutenberg 2002
«En el marxismo, que de todas las doctrinas socialistas, es el sistema más orgánico, todo puede ser objeto de controversia, pero nada ha dejado de tener vigencia.»
Benito Mussolini, 22/11/1923.
«En realidad, si Sorel se niega a abandonar esos famosos “dogmas” del pensamiento marxista, que la gran mayoría de los socialistas europeos considera que han perdido su valor científico –a causa el giro sufrido por la evolución del capitalismo–, es debido a que ha comprendido que no existe ninguna relación entre la verdad de una doctrina y su valor operativo en tanto que instrumento de combate.»
Zeev Sternhell (pág. 82)

La diferencia entre derecha e izquierda es que los políticos de la primera clase son pragmáticos, y los de la segunda, ideológicos. Como la historia no sigue un curso determinado, los que se guían por ideologías, casi siempre fracasan.
Hitler no fue de derechas ni defensor del capitalismo. Al ver perdida la guerra intentó, incluso, la completa destrucción de Alemania.
La oposición fundamental no es izquierda/derecha ni capitalismo/socialismo, sino democracia/totalitarismo. El objetivo final de los totalitarismos es la aniquilación de la humanidad. Hacer «aceptable» esta aniquilación es la función de las ideologías (cuya adopción implica falta de ideas, el «pensamiento cero»).
Este breve libro se publica en español con 24 años de retraso [1979]. Varios de sus puntos de vista fueron adoptados por autores como Hannah Arendt (1951), Paul Johnson (1983) y otros. Sin embargo, su lectura sigue teniendo gran interés por su coherencia y por la originalidad de algunas de sus hipótesis.
En el capítulo inicial, «Vida» dice (pág. 12) que «En sus años errantes leyó profusamente pero –según él mismo confesó– sólo retenía de sus lecturas lo que al fin y al cabo ya creía saber». Casi todos los seres humanos percibimos muy poco más de lo que concuerda con nuestras creencias previas, que siempre tienen mucho de religión.
En cuanto a sus «Logros» (pág. 35): «Gobernar, se decía, es una cosa muy distinta a pronunciar discursos» (pág. 36): «(…) ese hombre resultó ser, tras 1933, un hacedor sobremanera enérgico, ingenioso y eficiente.» Hitler organizó el NSDAP como una organización mucho más eficiente que los demás partidos y lo mismo puede decirse de los SA, que «hacía parecer a todas las demás organizaciones políticas de choque (…) inoperantes tertulias pequeñoburguesas.» Pero su mayor logro fue acabar con el paro (6 millones de personas) en sólo tres años (pág. 39):
«Y casi tan importante como eso era que la desazón y la desesperanza habían cedido el terreno al optimismo y la autoconfianza. (…) La grata admiración con que los alemanes reaccionaron ante ese milagro desborda lo imaginable, y, después de 1933, los obreros desertaron en desbandada de las filas del SPD y del KPD para pasarse al bando de Hitler.». Otros logros importantes fueron la reorganización de la Wehrmacht y sus implicaciones políticas. Y como consecuencia de todo ello, el apoyo de «seguramente más del noventa por ciento de los alemanes.» (pág. 47)
Hitler logró la plena ocupación mediante el gasto público, no sólo en armamentismo, sino en carreteras, puentes y otras construcciones civiles. Galbraith (pág. 223) lo mencionó como un keynesiano anterior a Keynes. Y Haffner en pág. 40:
«(…) tenía bastante instinto político-económico para captar (…) que la expansión económica era, en esas circunstancias, más importante que la estabilidad presupuestaria y monetaria (…)» «(…) hacía de Alemania una isla del bienestar, requería el aislamiento de la economía alemana frente al mundo exterior; y como su financiación tenía, inevitablemente, efectos inflacionistas, requería salarios y precios decretados desde arriba.»
Todo esto es cierto (salvo la ingenuidad de creer que el control de precios evita la inflación: produce escasez y mercado negro), pero requiere un comentario. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Alemania quedó devastada. Ehrard logró el «milagro alemán» aplicando una política liberal, mejorando la productividad y fomentando el comercio internacional. Pero Hitler «requería el aislamiento» porque el déficit devaluaba al marco frente a otras monedas. Su plan era obtener las materias primas y productos que Alemania necesitaba, no del mercado mundial, sino mediante la rapiña. Por eso no se preocupó por el déficit presupuestario durante el período de preparación de la guerra (1933-1938). Trató de paliarlo entre tanto, saqueando a los judíos (v. gr., Wittgenstein tuvo que pagar una gran suma para que permitieran emigrar a su hermana, y la colectividad judía mundial pagó un gran rescate para que Freud, en 1938, fuera autorizado a viajar a Londres). El «keynesianismo» de Hitler hubiera sido imposible en un país normal. Keynes recomendaba el equilibrio presupuestario (o con superávit, de ser posible) en períodos de crecimiento, y una política más laxa al vislumbrarse una recesión (con la perspectiva de compensar el déficit en el siguiente período). El único caso en el que es razonable el endeudamiento, es el de inversiones productivas –capitalización– cuya rentabilidad sea superior a los intereses a pagar.
Los “nazis” defendían la abolición de los privilegios estamentales y barreras de clase (pág. 50) y aunque «no todo en este proceso era positivo (…) no puede negarse que era “progresista” en el sentido en que se avanzaba en el igualitarismo.»
Cita a Hitler (pág. 51) diciendo a Rauschning qué no hace falta socializar los bancos y las fábricas (y que coincide con su respuesta a una pregunta de Strasser, según (2: 300): «¿Qué sentido tiene eso si ya he impuesto firmemente a las personas una disciplina de la que no pueden librarse?…Nosotros socializamos a las personas.» Se trata del lado socialista del nacionalsocialismo de Hitler (…)».
«(…) Curiosamente, ninguno de los países socialistas se quedó en la socialización de los medios de producción, sino que todos también pusieron gran empeño en «socializar las personas», esto es, en organizarlas colectivamente, de la cuna a la sepultura, a ser posible, en forzarlos a llevar una “vida socialista” y en “imponerles firmemente una disciplina” ». Es absolutamente lícito preguntarse si esto no es, pese a Marx, el lado más importante del socialismo. (En pág. 53 hace un listado impresionante que evidencia la similitud de la regimentación de la vida cotidiana de los ciudadanos en la Alemania “nazi”, en la RDA… y en la URSS).
Dice en pág. 54 que «Hitler era, sin duda alguna, un socialista –incluso un socialista muy productivo– en el sentido de que forzó a la gente a una felicidad colectiva.»
Johnson (págs. 300 y 417) coincide en la calificación de socialistas a Hitler y a Goebbels. En cuanto a la felicidad colectiva, Isaiah Berlin (4: 150) cita a Kant: «Nadie puede obligarme a ser feliz a su manera» y agrega: «Esto es así porque es tratar a los hombres como si no fuesen libres, sino material humano para que yo, benevolente reformador, los moldee con arreglo a los fines que yo he adoptado libremente, y no con arreglo a los suyos.»
La única oposición que pudo preocuparle fue la de la derecha (pág. 77): «Desde su perspectiva, Hitler era de izquierdas.»
«(…) Naturalmente, no era un demócrata, pero sí un populista, un hombre que basaba su poder en la masa y no en las elites; en cierto modo, un tribuno popular que consiguió el poder absoluto.» Según Johnson (2: 141) Hitler, igual que Lenin, despreciaba la democracia. Pero mientras éste insistía en que una elite o un solo individuo representaban la voluntad del proletariado, Hitler no se oponía a la democracia y creía en la democracia participativa «e incluso la practicó durante algún tiempo.» Y (pág. 142) «Nunca fue, en ningún aspecto, un político burgués o conservador, ni un exponente o defensor del capitalismo.» «Si el leninismo (pág. 285) engendró al fascismo de Mussolini, el stalinismo posibilitó el Leviatán “nazi”.»
En el capítulo de «Errores», Haffner dice (pág. 95) que la mayoría de los políticos actúa en forma puramente pragmática, «y curiosamente cuanto más a la derecha están, mayor es esta tendencia (…). Se trata de una actitud con la que a menudo tienen más éxito que aquellos que persiguen metas lejanas…»
«El otro tipo de político, aquel que intenta llevar a la práctica una teoría y, sirviendo a su Estado o a su partido, quiere servir también a la providencia, a la historia o al progreso, suele actuar desde la izquierda y acostumbran a tener menos éxito.»
Dice, sin embargo, que algunos lo tuvieron, entre ellos Lenin y Mao. Pero Johnson (2: 65) ubica a Lenin precisamente en la primera categoría: «En el fondo, Lenin no era un determinista, sino un voluntarista.(…) Lo que convierte a Lenin en un gran actor de la escena de la historia no fue su comprensión de los procesos históricos, sino la rapidez y la energía con que aprovechó las oportunidades imprevistas que ella ofrecía. En resumen, fue lo que según sus acusaciones eran sus antagonistas: un oportunista…» Y en pág. 350: «A semejanza de Lenin era {Hitler} un oportunista soberbio, siempre dispuesto a aprovechar las ocasiones y a modificar en concordancia su teoría.»
(Tal vez no esté de más recordar que 13 años después de que Haffner escribiera este libro, la URSS volvió al capitalismo y China hizo lo mismo, pero llamándolo socialismo; de modo que tanto Hitler como Lenin y Mao tuvieron éxitos atribuibles a su oportunismo y fracasos debidos a su ideologismo).
Si algún sentido político tienen las palabras «izquierda» y «derecha», probablemente sea el que indica Haffner: la actuación «ideológica» vs. la pragmática. Y considera (pág. 96) que no se puede encasillar a Hitler en la derecha, debido precisamente a que sus motivaciones fueron ideológicas. El programa de Hitler fracasó porque su concepción del mundo no era correcta. Pero en pág. 108 dice: «Con éste [el marxismo], el hitlerismo comparte al menos una cosa: la pretensión de explicar toda la historia universal desde un solo punto de partida: «La historia de todas las sociedades existentes hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases», dice el Manifiesto Comunista; y de forma análoga Hitler dice: «Todo acontecer histórico-universal sólo es la manifestación del instinto de conservación de las razas.» Tales frases poseen un gran poder de sugestión. Quien las lee tiene la sensación de que, de repente, se le está encendiendo una luz lo embrollado se torna sencillo, lo complicado, simple.»
De modo que la concepción del mundo –si se entiende como una comprensión de su dinámica, que permita prever el futuro– era equivocada y no podía ser de otro modo, porque la historia no está predeterminada ni tiene sentido alguno; por eso los políticos pragmáticos, cuando son talentosos, tienen más éxito que los «ideológicos».
Dice (pág. 113) a mi juicio con razón, que mientras en otros campos Hitler era absolutamente moderno, con su teoría del espacio vital «estaba anclado por completo en la era preindustrial.» Porque en la era industrial el espacio vital no tiene mayor importancia, como muestran Japón y Suiza. Pero, claro, intensificar el comercio no entraba en sus planes.
Las actitudes de Hitler parecen totalmente irracionales. Vencida Francia, podría (pág. 139) haber unificado Europa y hacer más llevadera la supremacía de Alemania. Rusia era (pág. 143) «un suministrador leal e imprescindible de víveres y materias primas, necesarias para romper el bloqueo. Pero Hitler pensó que una Rusia conquistada sería un suministrador todavía más fiable (…).»
Hitler no aprovechó su victoria sobre Francia, atacó innecesariamente a la URSS, a la que era imposible derrotar (sin siquiera equipo adecuado para los soldados ni suficiente cantidad de gasolina). En lugar de intentar ganarse a la población –los ucranianos recibieron a los alemanes como libertadores– los maltrató de tal manera que los empujó a cerrar filas en torno a un –entonces– tambaleante Stalin. Por eso agrega Haffner (pág. 156): «Pero su afán asesino era más fuerte que su ciertamente no escasa habilidad para el cálculo político.»
El Jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht escribió en su diario el 6-11-1941 (pág. 146): «Cuando sobrevino la catástrofe del invierno 1941-1942, el Führer comprendió… que ya no se podía obtener la victoria.» El 11 del mismo mes, Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos». Al parecer, al saberlo, se dedicó al objetivo que más le interesaba, aniquilar a los judíos- sin importarle perjudicar al esfuerzo bélico (por perder mano de obra esclava y dedicar los escasos trenes y camiones al transporte de judíos, impidiendo su uso militar).
Tal vez cueste aceptar que a Hitler le importaba más la destrucción de los judíos que la victoria militar y que su propia vida. Con respecto a los judíos, lo dice también Goldhagen (7: 524). Pero Haffner va más lejos y escribe que Hitler, que destruyó de entrada al Estado alemán (pág. 109) «sustituyéndolo por un caos de estados dentro del Estado», cuando vio cerca la derrota se propuso (pág. 184) el genocidio de toda la población alemana y así «se convirtió premeditadamente en un traidor a Alemania». Con lo cual explica la famosa ofensiva de las Ardenas, en la fase final de la guerra, cuando no podía tener ningún objetivo militar y sustrajo divisiones al frente oriental (pág. 194). Los alemanes esperaban contener a los rusos y facilitar la entrada de los angloamericanos: la ofensiva sirvió para frustrar ese objetivo. En las últimas semanas la población se vio sometida a un fuego cruzado; por un lado la aviación y artillería enemiga, y por otro, los ataques de fanáticos del partido y la SS. «La aniquilación de Alemania fue la última de las metas que se fijó Hitler. No llegó a consumarla del todo, como tampoco lo logró con los demás objetivos de aniquilación.» (pág. 204).
Comparemos esto, que puede parecer increíble, con lo escrito por Hannah Arendt en 1951 (1: 518): «(…) los nazis, previendo la conclusión del exterminio de los judíos, habían dado ya los pasos preliminares para la liquidación del pueblo polaco, mientras que Hitler proyectaba incluso diezmar a ciertas categorías de alemanes; los bolcheviques, habiendo empezado con los descendientes de las antiguas clases dominantes, dirigieron todo su terror contra los kulaks (en los primeros años de la década de los años 30), que a su vez fueron sucedidos por los rusos de origen polaco (entre 1936 y 1938), por los tártaros y los alemanes del Volga durante la guerra, por los antiguos prisioneros de guerra y las unidades de las fuerzas de ocupación del Ejército Rojo después de la guerra y por la judería rusa tras el establecimiento de un estado judío.»
Y en pág. 554: «Mientras que todos los hombres no hayan sido hechos igualmente superfluos –y esto sólo se ha realizado en los campos de concentración– el ideal totalitario no queda logrado. Los estados totalitarios aspiran (…) a lograr la superfluidad de los hombres, mediante la selección arbitraria de los diferentes grupos enviados a los campos de concentración, mediante las purgas constantes del aparato dominador y mediante las liquidaciones en masa.»
fue una realidad. Esta descripción espeluznante del totalitarismo en marcha (no sólo imaginada). Hace pocos años, Viviane Forrester (8)(pág. 147) la repitió, como una posibilidad inminente… ¡en los países democráticos!
Finalmente, Hannah Arendt dice (1: 568): «Ningún principio orientador del comportamiento tomado del terreno de la acción humana, tal como la virtud, el honor, el miedo, es necesario o puede ser útil para poner en marcha un cuerpo político que ya no utiliza el terror como medio de intimidación, sino cuya esencia es el terror (…) Lo que la dominación totalitaria necesita para guiar el comportamiento de sus súbditos es una preparación que les haga igualmente aptos para el papel de ejecutor como para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustitutiva de un principio de acción, es la ideología.» (bastardillas de S.S.).
Referencias:
1. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951), Taurus, 1998.
2. Paul Johnson, Tiempos Modernos (1983). Javier Vergara Editor, 1988.
3. John Kenneth Galbraith, El Dinero, Plaza y Janés, 1975.
4. Isaiah Berlin, Libertad y necesidad en la historia, Revista de Occidente, 1974.
5. Stanley G. Payne, Historia del fascismo, Planeta, 1995.
6. Zeev Sternhell, El nacimiento de la ideología fascista (1989), Siglo XXI, 1994.
7. Daniel Jonah Goldhagen (1996), Los verdugos voluntarios de Hitler, Taurus, 1997.
8. Vivianne Forrester, El horror económico, Fondo de Cultura Económica, 1997
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NOTA:
Sebastian Haffner, seudónimo de Raimund Pretzel, (Berlín, 27 de diciembre de 1907-2 de enero de 1999) fue un periodista, escritor e historiador alemán.1
Nació en una familia protestante y cursó estudios de Derecho en su ciudad natal. En 1938, debido a su oposición política al régimen nazi, emigra a Inglaterra junto a su novia judía. Allí trabajó como periodista para The Observer y adoptó el seudónimo Sebastian Haffner para evitar que su familia en Alemania fuese víctima de represalias por su actividad en el extranjero. El apellido Haffner lo tomó de la sinfonía del mismo nombre, compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart.
https://es.wikipedia.org/wiki/Sebastian_Haffner

FUENTE: editada en 2 de febrero de 2003